miércoles, 14 de marzo de 2018

Una Bomba en el Cuello

Por Jorge Manuel Escobar Ortíz 
Temática libre


Vivir con una bomba en el cuello no es cosa del otro mundo. Quizá no tan poco como vivir con la cara cicatrizada por el acné, pero tampoco tanto como vivir amarrado a una cama debido a alguna parálisis. Una bomba en el cuello hace que uno se sienta incómodo al inicio, no voy a negarlo. Sin embargo, como sucede con todo lo demás, uno termina por acostumbrarse. Simplemente se cambian algunas rutinas. Deja uno de bañarse en los ríos, por ejemplo, pues el agua podría arruinar la dinamita o descomponer el cableado eléctrico. Y en la cena, se eleva la cuchara más de lo normal para no regarse la sopa encima, aunque eso no impide que uno se alimente bien. Las cosas, en definitiva, no son mucho peores que convivir por meses con un dolor de cabeza que no se quita a pesar de las innumerables pastillas que se mete uno en la boca.

En realidad, el problema no es para uno, sino para los demás. Al principio la gente mira con una mezcla de fascinación y miedo que incluso resulta divertida. Preguntan que cómo se pasan los días, que si es muy incómodo, que si esto o lo otro, tratando de no cometer ninguna indiscreción mientras se fijan furtivamente en el collar blanco que le cuelga a uno del cuello. Después, cuando ha desaparecido la fascinación y solo persiste el miedo, empiezan a alejarse algunos pasos al hablar, conversan más entre ellos que con uno mismo y no ocupan las mesas que están alrededor en los restaurantes. Al final, simplemente no vuelven a acercarse, como si huyeran de un apestado o de un muerto.

Y es ahí cuando verdaderamente arranca lo más difícil: la soledad. Pues incluso los amigos y la familia evitan los lugares que a uno le gusta frecuentar. Todo parece vacío entonces. La casa deshabitada, las calles sin autobuses, los parques donde nadie pasea sus mascotas. Se siente uno como Adán en los primeros días del Paraíso, cuando su única diversión era dedicarse a nombrar las cosas.

Tal vez por eso una noche, encerrado, o más bien, aislado en el cuarto de cualquier hotel-burdel, el único lugar al que queda reducida la vida, uno se convence de que lo mejor es liberarse de la bomba y la hace estallar.

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