viernes, 23 de marzo de 2018

Arcada de Farsalia

Por Jorge Moncayo
Temática libre


Y en la costa de Alejandría, descendiendo de una modesta barca, estaba el Magno, y aquella arcada de Farsalia se enjugó el sudor del rostro. Con el Triple Triunfador no estaban ni Bruto, ni Catón ni Metelo Escipión; tampoco estaba ataviado con los ropajes de los reyes etruscos ni con el bastón de marfil. Se encontraba en cambio acompañado de dos leales libertos, con la mirada fija en la nutrida corte del faraón Ptolomeo XIII. El Magno estaba hastiado: llevaba más de dos meses huyendo de la ira de Marte. El Magno estaba asqueado: quería injuriar al mismísimo Agamenón. Se imaginaba a sí mismo empuñando el orbe, recibiendo las caricias y los agasajos senatoriales y ascendiendo por cuarta vez las escalinatas del templo de Júpiter Óptimo Máximo. Recibió el esperado llamado. El eunuco Potino lo invitaba a unirse a la corte del faraón. Recordó afligido sus victorias contra Mitrídates y Tigranes, y lamentaba con rencor que la Fortuna lo hubiese dejado a su suerte. La República había perecido, escuchó los sollozos de Lucio Junio Bruto y maldijo al hijo de Afrodita. Esa mano, usada ayer como máquina para tejer la gloria y para construir la historia, estrechó las manos de Potino y Aquilas. Ya no había imperium, ya no había dignidad sacerdotal, solo quedaba aquella masa con el sobrenombre de Magno. El acero atravesó su cuerpo, ya no había duda, esperaba estoicamente entrevistarse con Plutón. Su cabeza cayó al fragor de la forja de Vulcano y su cuerpo se desplomó en suelo ptolemaico. ¡Oh! Pompeyo Magno, Triple Triunfador, moledor de piratas, que alguna vez abrazaste el orbe pero ahora el orbe te pudre a ti.

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