Temática libre
Y en la costa de Alejandría, descendiendo de una modesta
barca, estaba el Magno, y aquella arcada de Farsalia se enjugó el sudor del rostro.
Con el Triple Triunfador no estaban ni Bruto, ni Catón ni Metelo Escipión; tampoco
estaba ataviado con los ropajes de los reyes etruscos ni con el bastón de marfil.
Se encontraba en cambio acompañado de dos leales libertos, con la mirada fija
en la nutrida corte del faraón Ptolomeo XIII. El Magno estaba hastiado: llevaba
más de dos meses huyendo de la ira de Marte. El Magno estaba asqueado: quería injuriar
al mismísimo Agamenón. Se imaginaba a sí mismo empuñando el orbe, recibiendo
las caricias y los agasajos senatoriales y ascendiendo por cuarta vez las escalinatas
del templo de Júpiter Óptimo Máximo. Recibió el esperado llamado. El eunuco
Potino lo invitaba a unirse a la corte del faraón. Recordó afligido sus
victorias contra Mitrídates y Tigranes, y lamentaba con rencor que la Fortuna
lo hubiese dejado a su suerte. La República había perecido, escuchó los
sollozos de Lucio Junio Bruto y maldijo al hijo de Afrodita. Esa mano, usada
ayer como máquina para tejer la gloria y para construir la historia, estrechó
las manos de Potino y Aquilas. Ya no había imperium, ya no había dignidad
sacerdotal, solo quedaba aquella masa con el sobrenombre de Magno. El acero
atravesó su cuerpo, ya no había duda, esperaba estoicamente entrevistarse con
Plutón. Su cabeza cayó al fragor de la forja de Vulcano y su cuerpo se desplomó
en suelo ptolemaico. ¡Oh! Pompeyo Magno, Triple Triunfador, moledor de piratas,
que alguna vez abrazaste el orbe pero ahora el orbe te pudre a ti.
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