martes, 20 de marzo de 2018

El Primer Día de la Eternidad (D. A-Z)

Por Daniel Alexander Flórez Orrego
Temática libre


Por eso hoy más que nunca cualquier hijo de vecino de la adyacente localidad de Maranta concordaría conmigo en que ya era una difícil tarea el tener que lidiar con el sinsentido del día a día. Pero al menos cuando se trataba de encarar al sinsentido, contaba la apacible obviedad de que no había que buscarle ‘sentido’ alguno. Y, para ser sinceros, en aquel entonces, si bien más ahora que siempre, comenzaba a escasear el sentido. Pero no en referencia a la razón de vivir (que ya adolecía del mismo), sino de…por extraño que pueda sonar, su dirección y su duración. Entre antier y hoy se desarrollaba la misma fatalidad que entre el ‘más tarde’ y el pasado mañana. Entonces las once se sentían como las diez y media, y las cero y diez como el anochecer o el ocaso en el alba. Innegablemente había un orden natural, porque las poncheras desbordantes de fétidos mejillones existían, y la inmoralidad de los políticos no se apaciguaba. Pero, igual se sentía en aire la incomodidad de un perenne amanecer que no terminaba sino hasta el minuto anterior que le precedía. La inconmensurabilidad del devenir, agudizada por la repentina aniquilación de las estaciones, se presentaba ininteligible para los permanentemente ebrios frecuentadores del cabaret, que manifestaban sufrir de una desalentadora sensación de déjà vu. Las atiborradas sucesiones de acontecimientos que no eran más ‘secuencialmente’ sucedidas era algo para lo que nunca habían sido preparados. Y es que la situación no era algo que hubiera ocurrido antes. De hecho, tampoco iba a ocurrir después. Simplemente ocurrió un día como cualquiera, cuando la plaza del mercado estaba repleta de gente mirando como el reloj impunemente devoraba su existencia, así como los cerdos devoran los algarrobos. La nostalgia ahora era ansiedad, la clarividencia era retrospección, la expectativa era decepción, pero al mismo tiempo, y sin evolución. Apenas un instante, que podían ser simultáneamente dos. Y si el pescado hedía, y si el orgasmo se prolongaba, y si el café humeaba y el cabildante increpaba, todo ocurría al mismo instante y por siempre. Nostalgia del mañana que se avecinaba, como el sabor del consomé que se enfriaba por no estar aún servido. ¿Cómo deberían de ser determinadas las prioridades? Primero, ahora y nunca; segundo, de inmediato y después; tercero, ver primero por siempre; cuarto, ver tercero y agregue un mes. La magnitud física que permitía que todo no ocurriera al mismo instante había sufrido una avería instantánea, como cuando un teletipo deja de imprimir. Ya se había reportado en 1904,  dos años antes del gran incendio de la estación, pero esta vez parecía definitivo, como el ahora, inerme y definitivo. El tiempo se había acabado. ¿Cómo podía acabarse el tiempo? Como se acababa antes de acabarse, solo que en la tarde ya no podía ser más contabilizado. Ni programado, relatado, recuperado, desperdiciado o maldecido. Mientras los eones se intercalaban, bastaron minutos para inferir que no había interés de parte de nadie ni previsión en arreglarlo. El primer día de la eternidad era idéntico al último, pero al final no mudaba nada, solo un insípido principio, uno que no vaticinaba más de lo que el final expresaba: que iba a ser así, como había sido dos segundos después, inerte, inmutable. Una eternidad insondable como un punto de fuga, pero envolvente como el azimutal. Y creo haber ya haber mencionado esto hace un año después, que por eso hoy más que nunca cualquier hijo de vecino de la adyacente localidad de Maranta concordaría conmigo en que ya era una difícil tarea el tener que lidiar con el sinsentido del día a día. Pero al menos cuando se trataba de encarar al sinsentido, contaba la apacible obviedad de que no había que buscarle ‘sentido’ alguno. Y, para ser sinceros, ahora como en aquel entonces…

No hay comentarios:

Publicar un comentario