Temática libre
Por
eso hoy más que nunca cualquier hijo de vecino de la adyacente localidad de
Maranta concordaría conmigo en que ya era una difícil tarea el tener que lidiar
con el sinsentido del día a día. Pero al menos cuando se trataba de encarar al
sinsentido, contaba la apacible obviedad de que no había que buscarle ‘sentido’
alguno. Y, para ser sinceros, en aquel entonces, si bien más ahora que siempre,
comenzaba a escasear el sentido. Pero no en referencia a la razón de vivir (que
ya adolecía del mismo), sino de…por extraño que pueda sonar, su dirección y su
duración. Entre antier y hoy se desarrollaba la misma fatalidad que entre el
‘más tarde’ y el pasado mañana. Entonces las once se sentían como las diez y
media, y las cero y diez como el anochecer o el ocaso en el alba.
Innegablemente había un orden natural, porque las poncheras desbordantes de
fétidos mejillones existían, y la inmoralidad de los políticos no se
apaciguaba. Pero, igual se sentía en aire la incomodidad de un perenne amanecer
que no terminaba sino hasta el minuto anterior que le precedía. La
inconmensurabilidad del devenir, agudizada por la repentina aniquilación de las
estaciones, se presentaba ininteligible para los permanentemente ebrios
frecuentadores del cabaret, que manifestaban sufrir de una desalentadora
sensación de déjà vu. Las atiborradas sucesiones de acontecimientos que no eran
más ‘secuencialmente’ sucedidas era algo para lo que nunca habían sido
preparados. Y es que la situación no era algo que hubiera ocurrido antes. De
hecho, tampoco iba a ocurrir después. Simplemente ocurrió un día como
cualquiera, cuando la plaza del mercado estaba repleta de gente mirando como el
reloj impunemente devoraba su existencia, así como los cerdos devoran los algarrobos.
La nostalgia ahora era ansiedad, la clarividencia era retrospección, la
expectativa era decepción, pero al mismo tiempo, y sin evolución. Apenas un
instante, que podían ser simultáneamente dos. Y si el pescado hedía, y si el
orgasmo se prolongaba, y si el café humeaba y el cabildante increpaba, todo
ocurría al mismo instante y por siempre. Nostalgia del mañana que se avecinaba,
como el sabor del consomé que se enfriaba por no estar aún servido. ¿Cómo
deberían de ser determinadas las prioridades? Primero, ahora y nunca; segundo,
de inmediato y después; tercero, ver primero por siempre; cuarto, ver tercero y
agregue un mes. La magnitud física que permitía que todo no ocurriera al mismo
instante había sufrido una avería instantánea, como cuando un teletipo deja de
imprimir. Ya se había reportado en 1904, dos años antes del gran incendio de la
estación, pero esta vez parecía definitivo, como el ahora, inerme y definitivo.
El tiempo se había acabado. ¿Cómo podía acabarse el tiempo? Como se acababa
antes de acabarse, solo que en la tarde ya no podía ser más contabilizado. Ni programado,
relatado, recuperado, desperdiciado o maldecido. Mientras los eones se
intercalaban, bastaron minutos para inferir que no había interés de parte de
nadie ni previsión en arreglarlo. El primer día de la eternidad era idéntico al
último, pero al final no mudaba nada, solo un insípido principio, uno que no vaticinaba
más de lo que el final expresaba: que iba a ser así, como había sido dos
segundos después, inerte, inmutable. Una eternidad insondable como un punto de
fuga, pero envolvente como el azimutal. Y creo haber ya haber mencionado esto
hace un año después, que por eso hoy más que nunca cualquier hijo de vecino de
la adyacente localidad de Maranta concordaría conmigo en que ya era una difícil
tarea el tener que lidiar con el sinsentido del día a día. Pero al menos cuando
se trataba de encarar al sinsentido, contaba la apacible obviedad de que no
había que buscarle ‘sentido’ alguno. Y, para ser sinceros, ahora como en aquel
entonces…
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