Temática libre
Abrí los ojos y me encontré en la
misma acera en la que unos minutos antes los había cerrado. A mi lado estaban
los mismos de hace horas, a todos los conozco, a algunos los quiero. Tenía
frío, el cielo estaba claro y opaco, escuchaba pajaritos cantando. Estos
acontecimientos constituían la señal: hora de irme. Ya había presenciado el
amanecer, que era lo que quería; esos minutos entre las 5:45 y las 6:00 am
siempre me dan una sensación placida, que si bien es sutil, la identifico y la
disfruto.
No sé si es el color de la mañana
pintando los edificios y las montañas de Medellín, o si son mis sentidos
hipersensibles después de las fiestas, pero a esa hora, todo lo encuentro poético
y absurdo, me causa gracia. Creo que esas dos características son las primarias
de todas las cosas y que solo a esa hora soy capaz de identificarlas. Por eso,
a esa hora también, todo importaba menos, porque reconocía lo absurdo de la
vida y sus esfuerzos y me distraía esa prosa de imágenes que compone la luz del
amanecer sobre las construcciones de esta ciudad moderna que, tan temprano, no
es más que linda.
No interesante. No innovadora.
Linda.
Me levanté, me despedí y comencé
a caminar despacio hacia el metro, mirando con calma. El día aclaraba y las
montañas se hacían más nítidas... La neblina las estaba abandonando de nuevo.
Vi un parque con bancas
brillantes por el rocío mañanero. Me desvié y me senté en una de esas, revisé
mi bolso y todavía tenía cigarrillos. Prendí uno, inhalé con fuerza y me
arrepentí al instante. Deseé tener agua.
Era un paraje redondo que
aparentemente nadie visitaba más que de paso. Entonces la gente hacía eso,
pasaba. Pasaba sola trotando o con un perro. Pasaban también las nubes que yo
veía a través de las ramas de los árboles cuando, con esfuerzo, levantaba la
cabeza.
Las nubes lentas, lentísimas.
La gente, de afán.
¿Cómo sería todo si la velocidad
del cielo y la nuestra se sincronizaran?
Me quemé los dedos de la mano
derecha. Boté ese cigarrillo, prendí el último que tenía y me puse de pie. Le
di al parque una mirada lenta y panorámica, parecía una pintura de esas que
abraza con amor a quién la mira. Sentía como si me despidiera para siempre. El
parque no se iba a ir a ningún lado, pero esa imagen sí.
No hay una mañana igual a otra.
Me puse los audífonos intentando
prolongar ese levitar en el que me sentía, le di la espalda a la banca en la
que estaba sentada y emprendí de nuevo mi camino hacia el metro.
Llegué a mi casa y me acosté a
dormir, lo de los audífonos nunca funcionó.
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