Temática libre
Los dos, en la habitación de un apartamento rodeado por
árboles, al hacer el amor, dejamos de ser niños para comenzar a volvernos
viejos. Un guayacán estaba encendido, sus flores amarillas caían como
avioncitos piloteados por suicidas, aliviando un poco el temor que no sabía
cómo salir del pecho de cada uno de nosotros. No supe entender la belleza de
todo lo que pasó aquella tarde: tú, los árboles, las flores cayendo y el viento
que, como un susurro salido por los labios de un gigante que quiere apagar una
vela, refrescaba el calor de la entrega.
─Te amo ─dijiste, con una sinceridad que dolía.
Aunque lo sueñe, las flores nunca volverán a su rama, pero
en mi mente el pasado es ahora; y el recuerdo de aquel momento plagado de tu
aroma, de la ingenuidad de tu cara y de la blancura de tu vientre como un
lienzo sobre el cual dibujar un amor eterno, se convierte en mi recompensa y mi
castigo. El guayacán que contemplo a través de mi ventana me hace recordarte
cada que sus ramas se encienden como un sol, y la memoria me dice que tuve uno
de los momentos más bellos que una especie liberada del instinto puede
alcanzar; pero en el hombre la primera vez suele ser impulso, orgullo, y en la
mujer en cambio el ofrecimiento del alma.
Cada flor que miro es una lágrima, una estrella, y mi vida,
una penumbra que solo se vence con el resplandor empalagoso de un árbol que
lleva tu nombre.
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