martes, 20 de marzo de 2018

El Viaje de Sofía

Por Juan Carlos Banquez Cabarcas
Temática libre


Azuladas pulsaciones de vivacidad en el cielo, rojizas aquellas nubes tímidas, verdosas las praderas que surcaban las figuras y formas de las planicies, una estructura fría, áspera, gris en todo aspecto, junto a este espacio encerrado por las grandes masas de agua que enmarcaban belleza. El atardecer sucumbió en los brazos de la noche, y con el llegaron Sofía y Marco, admirando desde el gigante inmóvil el inverosímil puntillismo, producto de lejanos astros y cometas, del misticismo oscurecido en la penumbra del sol. Las horas se hicieron cortas por tantas memorias escondidas, fotos tachadas, viejos libros y besos juguetones, pero con el alba cobrando el puesto que le fue arrebatado, ambas sombras desaparecieron escabulléndose en la sombra del olvido.

En la ciudad, las estrellas pasan desapercibidas, el cielo suele ser un estorbo y los colores pasaron a ser una propiedad de los edificios; Sofía no se había percatado de ello hasta que su mamá le llamo, recordándole que hace diez años en este mismo verano, donde la poesía de las centelleantes voces de la noche iluminaban el firmamento, se había mudado, ahora es convertida en vil oscuridad iluminada con fines publicitarios. Días después, Sofía emprendió el viaje de regreso a casa, impregnada con el olor a mar, con el pequeño rubor que le hacia el sol.

Era tal y como lo recordaba, praderas coloridas, aguas verdosas, transparentes, sublimes; el paso del tiempo claramente hizo algo en su morfología, la vieja antena, se veía aun más endeble, las playas, un poco más pequeñas, incluso algunas casas se deshacían, nada está exento del paso del tiempo. Esa misma tarde, la chica con cabellos de fuego, se enteró de la perdida que concibió el destino, Marco murió hace ya cinco días, ella primero se puso azul, luego roja, por ultimo blanca, mucho más blanca que la nieve, rememoró cada moretón, cada sonrisa, cada mirada coqueta, sollozó por cada enojo y cada sincera disculpa.

Subió lentamente en la vieja antena, el crepúsculo resaltaba el esplendor del mar, el viento agitaba su cabellera rojiza, pero lo que no sabía es que se estaba cayendo, quien diría que la última vez que lo vio, fue cuando tenían doce años, y quien diría, que esa gran antena, sólo tenía dos metros de altura.

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