viernes, 23 de marzo de 2018

Normalizar

Por Natalia Castro Serna
Temática libre


Cuando le llegó el turno a Pipe avanzó con el mentón pegado al pecho y pisando tan fuerte que se le hundían las botas en la tierra lodosa. Un chapoteo marcaba sus pasos. Pensé que se veía como cuando se emborrachaba en las fiestas del pueblo e intentaba caminar derechito y sin zigzaguear, con la diferencia de que en lugar de estar borracho tenía miedo, como todos, y como en este monte de mierda no se puede ni caminar bien entonces no andaba derechito sino que pisaba duro. A mí, en cambio, las piernas me empezaron a temblar.

Le quitaron el fusil y lo desnudaron. Toda la ropa quedó al revés sobre el lodo, y cuando lo soltaron porque no tenía nada él corrió a recogerla como si se tratara de una prueba de velocidad. Los que pasaron antes que él habían hecho lo mismo, y yo, intentando desviar el miedo, iba contando lo que se demoraba cada uno: Agustín, 10 segundos; Pablo Guerra y Pablo Sánchez, reñidos, 8 y 9 segundos; Pipe, 9 segundos también; Juanjo… Llamaron a Juanjo.

Me miré las manos empapadas en ese sudor frío que acá tanto le dicen a uno que es de cobardes. Juanjo se tardó en pasar al frente. La voz del comandante resonó, hizo eco. Juan José Gómez. Silencio. Los compañeros que estaban más adelante volteaban la cabeza para buscar a Juanjo. Al fin, del costado norte del campamento aparecieron sus ojos agigantados por el miedo. Un subcomandante lo traía del cuello de la chaqueta, casi levantándolo del suelo, y lo soltó en medio del círculo que habíamos formado como zona de requisas.

Como ninguno de nosotros traía más que la ropa y el fusil, un medio zarandeo de la chaqueta de Juanjo hizo caer al suelo el llavero del comandante. Un peso insoportable se me metió en el pecho, como si el montón de llaves me hubiera entrado por la garganta hasta los pulmones. El aire frío y liviano se volvió difícil de respirar.

Arrodillado en la tierra, Juanjo no dejaba de llorar. El comandante le gritó que cómo era posible que con 16 años estuviera chillando como un marica. Nos dio la espalda llevándose el llavero entre los dedos y hablando seguramente sobre las reglas del frente y lo que pasaba con los rateros, traidores, falsos… Yo dejé de escuchar. Los sollozos de Juanjo lo llenaron todo.

La brisa de siempre fue las lágrimas de Juanjo; el frío fue el del cuerpo desnudo de Juanjo; los cantos de las chicharras moribundas fueron lo que Juanjo murmuraba entre hipo y mocos. Un tiro en la sien fue el descanso para todos. Otra vez el silencio, por lo menos.

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