Temática libre
Cuando le llegó el turno a Pipe avanzó con el mentón pegado
al pecho y pisando tan fuerte que se le hundían las botas en la tierra lodosa.
Un chapoteo marcaba sus pasos. Pensé que se veía como cuando se emborrachaba en
las fiestas del pueblo e intentaba caminar derechito y sin zigzaguear, con la
diferencia de que en lugar de estar borracho tenía miedo, como todos, y como en
este monte de mierda no se puede ni caminar bien entonces no andaba derechito
sino que pisaba duro. A mí, en cambio, las piernas me empezaron a temblar.
Le quitaron el fusil y lo desnudaron. Toda la ropa quedó al
revés sobre el lodo, y cuando lo soltaron porque no tenía nada él corrió a
recogerla como si se tratara de una prueba de velocidad. Los que pasaron antes
que él habían hecho lo mismo, y yo, intentando desviar el miedo, iba contando
lo que se demoraba cada uno: Agustín, 10 segundos; Pablo Guerra y Pablo
Sánchez, reñidos, 8 y 9 segundos; Pipe, 9 segundos también; Juanjo… Llamaron a
Juanjo.
Me miré las manos empapadas en ese sudor frío que acá tanto
le dicen a uno que es de cobardes. Juanjo se tardó en pasar al frente. La voz
del comandante resonó, hizo eco. Juan José Gómez. Silencio. Los compañeros que
estaban más adelante volteaban la cabeza para buscar a Juanjo. Al fin, del
costado norte del campamento aparecieron sus ojos agigantados por el miedo. Un
subcomandante lo traía del cuello de la chaqueta, casi levantándolo del suelo,
y lo soltó en medio del círculo que habíamos formado como zona de requisas.
Como ninguno de nosotros traía más que la ropa y el fusil,
un medio zarandeo de la chaqueta de Juanjo hizo caer al suelo el llavero del
comandante. Un peso insoportable se me metió en el pecho, como si el montón de
llaves me hubiera entrado por la garganta hasta los pulmones. El aire frío y
liviano se volvió difícil de respirar.
Arrodillado en la tierra, Juanjo no dejaba de llorar. El
comandante le gritó que cómo era posible que con 16 años estuviera chillando
como un marica. Nos dio la espalda llevándose el llavero entre los dedos y
hablando seguramente sobre las reglas del frente y lo que pasaba con los
rateros, traidores, falsos… Yo dejé de escuchar. Los sollozos de Juanjo lo
llenaron todo.
La brisa de siempre fue las lágrimas de Juanjo; el frío fue
el del cuerpo desnudo de Juanjo; los cantos de las chicharras moribundas fueron
lo que Juanjo murmuraba entre hipo y mocos. Un tiro en la sien fue el descanso
para todos. Otra vez el silencio, por lo menos.
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