jueves, 22 de marzo de 2018

Las Brujas No Existen (pero de que las hay las hay)


Por: Andrés Felipe Toro Alzate
Temática libre 

El señor Torres era un hombre respetado y querido por todos sus amigos. Era  amado por sus hijos y  admirado por el mas numeroso y dispar sequito de envidiosos, que con la boca llena de flores se le acercaban preguntándole por su salud, por su familia, admiraban la gallardía de su hijo mayor y la belleza de su pequeña hija y le deseaban el mas prospero destino en sus haciendas; luego, en la casa del vecino, hablaban de él con soltura, hablaban de lo  miserable que  era y se formulaban mil teorías acerca de como seguramente, por justicia divina,  el señor Torres descendería hasta el infortunio.  Era un hombre de negocios. Usaba una corbata apretada y unos pantalones ceñidos  impecablemente planchados por su criada. Los sábados por la noche le hacia el amor a su amante en los arrabales, los domingos salía con su familia en su enorme  camioneta, a exhibir los gigantescos senos de plástico de su esposa y a su perro europeo.  Ambos, esposa y mascota, sacaban la cabeza por la ventanilla soltando babaza  mientras el viento les revolcaba el pelo. Él, por su parte, se afanaba por hacer retumbar el motor del auto en todos los semáforos en los que se detenía  y se alejaba con el ruido de que todos los transeúntes habían quedado marcados y profundamente impresionados por la potencia de su motor.

Yo poco más que eso conocía de aquel hombre. Conocía eso y la corta y simpática historia que por boca de otros llego hasta a mí y que a continuación voy a contar.

Resulta que el señor Torres  – y era cosa sabida por todos – era hombre de agüeros y harto supersticioso. No había fiesta a la que él asistiera, en la que no repitiera las historias de brujas y espantajos,  que sin mucho esmero traía a su memoria. No importaba que tan grande fuera el monstruo o si la bruja era la madre del mismo diablo: él siempre encontraba la manera de terminar siendo un héroe dentro de la historia. Ya fuera por su proverbial fuerza o  por su coraje sin par, el siempre terminaba derrotando el mal, rodeado de chiquillos que le daban hurras y de madres llorosas-y de él profundamente enamoradas-  que le exaltaban por su infinita bondad.

 Un día, o mejor una noche, en uno de los tantos predios del señor Torres, se armó tremenda fiesta. Incontables botellas del más fino licor pasaban de mano en mano y de boca en boca. Sonaba la  música a un volumen que hacia retumbar los cristales de la casa – y para sorpresa, en medio de tal bullaranga,  todos conversaban y parecían entenderse- . Así transcurría el tiempo, hasta que en lo más profundo de la noche el señor Torres comenzó a narrar  las  ya referidas historias de espantos. Bajaron el volumen a la música  y todos se sentaron en frente de aquel hombre que así comenzó a contar.

“Era una noche muy oscura. Mi gran amigo, su mujer y su hijita se hallaban con migo en medio de la espesura de un bosque de guaduas. La niña gritaba espantada, tanto o más que la madre. Mí amigo, a mí espalda, se aferraba con fuerza de mis hombros mientras suplicaba que los salvara. Yo por mi parte, recogidas la mangas de mi camisa y empuñadas la manos me hallaba haciendo frente  a  una alimaña enorme del tamaño de un alazán. Parecía una zarigüeya, pero sus ojos eran ojos de  humano; también su sonrisa. Me disponía a golpearla de lleno en el hocico cuando de pronto…”

Las caras de los hombres y mujeres que escuchaban  al señor Torres se desfiguraron tremendamente, pasando de las muecas de la ebriedad a las del terror. Un hombre con los ojos endiabladamente abiertos y la mandíbula desencajada  señalaba tembloroso el ventanal oscuro que se hallaba a espaldas del señor Torres. Torres  tragó saliva, lentamente giro la cabeza y al ver el enorme bulto negro que  se hallaba sobre él, amenazando con devorarlo, lanzo un grito agudo y afeminado, a la manera de una quinceañera histérica.  De un solo salto voló por encima de las cabezas de los invitados, de una enorme mesa de casi 3 metros de largo y salió por el ventanal reventando todos los cristales con el rostro. Corrió tan rápido que no se distinguía el movimiento de sus piernas  y pronto se perdió en la lejanía.

Muchos vecinos me han dicho que el tal bulto no era más que una cortina negra agitada por el viento,  y que con el licor tomo formas horribles. Otros - más íntimos del señor Torres por supuesto-  dicen muy seguros que el bulto era un tétrico demonio que salió volando por los aires hasta perderse entre las nubes.

En cuanto al señor Torres, la última ves que lo vi se hallaba en una iglesia evangélica, celebrando un culto y narrándole a sus nuevos  amigos  historias acerca de su infinita bondad y de los grandes donativos que de su bolsillo salieron  para la fundación de la iglesia.  Ahora ya no ve monstruos, pero el pobre ve dioses por todas partes.


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