Por: Andrés Felipe Toro Alzate
Temática libre
El señor Torres era un hombre respetado y querido por
todos sus amigos. Era amado por sus
hijos y admirado por el mas numeroso y
dispar sequito de envidiosos, que con la boca llena de flores se le acercaban
preguntándole por su salud, por su familia, admiraban la gallardía de su hijo
mayor y la belleza de su pequeña hija y le deseaban el mas prospero destino en
sus haciendas; luego, en la casa del vecino, hablaban de él con soltura, hablaban
de lo miserable que era y se formulaban mil teorías acerca de como
seguramente, por justicia divina, el
señor Torres descendería hasta el infortunio.
Era un hombre de negocios. Usaba una corbata apretada y unos pantalones
ceñidos impecablemente planchados por su
criada. Los sábados por la noche le hacia el amor a su amante en los arrabales,
los domingos salía con su familia en su enorme
camioneta, a exhibir los gigantescos senos de plástico de su esposa y a
su perro europeo. Ambos, esposa y
mascota, sacaban la cabeza por la ventanilla soltando babaza mientras el viento les revolcaba el pelo. Él,
por su parte, se afanaba por hacer retumbar el motor del auto en todos los
semáforos en los que se detenía y se
alejaba con el ruido de que todos los transeúntes habían quedado marcados y
profundamente impresionados por la potencia de su motor.
Yo poco más que eso conocía de aquel hombre. Conocía
eso y la corta y simpática historia que por boca de otros llego hasta a mí y
que a continuación voy a contar.
Resulta que el señor Torres – y era cosa sabida por todos – era hombre de
agüeros y harto supersticioso. No había fiesta a la que él asistiera, en la que
no repitiera las historias de brujas y espantajos, que sin mucho esmero traía a su memoria. No
importaba que tan grande fuera el monstruo o si la bruja era la madre del mismo
diablo: él siempre encontraba la manera de terminar siendo un héroe dentro de
la historia. Ya fuera por su proverbial fuerza o por su coraje sin par, el siempre terminaba
derrotando el mal, rodeado de chiquillos que le daban hurras y de madres
llorosas-y de él profundamente enamoradas-
que le exaltaban por su infinita bondad.
Un día, o mejor
una noche, en uno de los tantos predios del señor Torres, se armó tremenda
fiesta. Incontables botellas del más fino licor pasaban de mano en mano y de
boca en boca. Sonaba la música a un
volumen que hacia retumbar los cristales de la casa – y para sorpresa, en medio
de tal bullaranga, todos conversaban y
parecían entenderse- . Así transcurría el tiempo, hasta que en lo más profundo
de la noche el señor Torres comenzó a narrar
las ya referidas historias de
espantos. Bajaron el volumen a la música
y todos se sentaron en frente de aquel hombre que así comenzó a contar.
“Era una noche muy oscura. Mi gran amigo, su mujer y
su hijita se hallaban con migo en medio de la espesura de un bosque de guaduas.
La niña gritaba espantada, tanto o más que la madre. Mí amigo, a mí espalda, se
aferraba con fuerza de mis hombros mientras suplicaba que los salvara. Yo por
mi parte, recogidas la mangas de mi camisa y empuñadas la manos me hallaba
haciendo frente a una alimaña enorme del tamaño de un alazán.
Parecía una zarigüeya, pero sus ojos eran ojos de humano; también su sonrisa. Me disponía a
golpearla de lleno en el hocico cuando de pronto…”
Las caras de los hombres y mujeres que escuchaban al señor Torres se desfiguraron
tremendamente, pasando de las muecas de la ebriedad a las del terror. Un hombre
con los ojos endiabladamente abiertos y la mandíbula desencajada señalaba tembloroso el ventanal oscuro que se
hallaba a espaldas del señor Torres. Torres tragó saliva, lentamente giro la cabeza y al
ver el enorme bulto negro que se hallaba
sobre él, amenazando con devorarlo, lanzo un grito agudo y afeminado, a la
manera de una quinceañera histérica. De
un solo salto voló por encima de las cabezas de los invitados, de una enorme
mesa de casi 3 metros de largo y salió por el ventanal reventando todos los
cristales con el rostro. Corrió tan rápido que no se distinguía el movimiento
de sus piernas y pronto se perdió en la
lejanía.
Muchos vecinos me han dicho que el tal bulto no era
más que una cortina negra agitada por el viento, y que con el licor tomo formas horribles.
Otros - más íntimos del señor Torres por supuesto- dicen muy seguros que el bulto era un tétrico
demonio que salió volando por los aires hasta perderse entre las nubes.
En cuanto al señor Torres, la última ves que lo vi se
hallaba en una iglesia evangélica, celebrando un culto y narrándole a sus
nuevos amigos historias acerca de su infinita bondad y de
los grandes donativos que de su bolsillo salieron para la fundación de la iglesia. Ahora ya no ve monstruos, pero el pobre ve
dioses por todas partes.
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